Adjuntamos, por su interés, la ponencia titulada «Los mínimos gestos: aprendiendo a ser fuertes en la debilidad» , perteneciente al primer congreso de educación especial, celebrado el pasado año. La nueva edición de este evento, organizado por Promiva y Ancee, tendrá lugar próximamente. El libro de actas de la última edición puede adquirirse en este enlace.
LOS MÍNIMOS GESTOS: APRENDIENDO A SER FUERTES EN LA FRAGILIDAD
Fernando Bárcena
Universidad Complutense de Madrid
Me van a permitir que hable desde el lugar y desde el lenguaje que me es más propio. Tiene que ver con la filosofía, que es un modo de vivir y también de pensar. Permítanme algunas preguntas, ciertos interrogantes, que siempre me acosaron como profesor de filosofía, pero sobre todo como padre.
Una vida, tan concreta y singular como la de cualquiera de nosotros, en la que alguien confunde constantemente la realidad y la ficción, y eso le hace sufrir; no ser capaz de proseguir hasta el final un razonamiento lógico con cierta coherencia, ni comunicar con el lenguaje lo que se desea o lo que (nos) pasa. Verse incapaz de adivinar, en el otro, si hay engaño o una tentativa de colaboración; no poder controlar los propios arrebatos emocionales, y en cualquier momento cometer errores pragmáticos de contexto; no tener deseos sexuales, a una edad en la que cualquier joven los tiene, o, por el contrario, ser incapaz de canalizarlos adecuadamente. La lista se puede ampliar hasta el infinito. ¿Conmueven (al pensamiento, a la política, a la vida social, a las normas jurídicas y al derecho) cada una de estas señales de la fragilidad? ¿No aspira la filosofía a la verdad, no enseña a razonar con coherencia, no dispone de instrumentos para aprender a distinguir la realidad de la ficción, no nos habla de la vida emocional o de los afectos y las pasiones, de la sexualidad o del otro, de la vida moral o de la vida política? Sí, lo hace. Y además busca universalizar sus proposiciones. Habla de lo real; pero ¿habla también de los reales, de las realidades y de los tiempos múltiples? ¿Qué lugar ocupan las subjetividades molestas en una conciencia filosófica segura de sí misma? ¿Inquietan de algún modo? (Bárcena, 2015, p. 65).
Queremos —y no hay deseo más razonable—, ayudar a insertar, social y laboralmente, a nuestros hijos e hijas afectados de discapacidad intelectual. Queremos que encuentren un lugar —su lugar— en un mundo que no siempre es amable con ellos y no acaba de entenderlos. Y por eso se inventan cosas —estrategias, dispositivos, etc.— y se crean, por ejemplo, centros de educación especial que son como asilos, lugares donde recoger lo que la sociedad no quiere o no está preparada para recibir.
Quiero empezar diciendo algo sobre esta palabra —«asilo»—, para que no nos confundamos con ella, pues es una palabra que tiene una historia complicada.
Proviene de la palabra latina asylum, que en griego (asiláos) significa «lugar inviolable». También tiene que ver con la palabra «refugio» (refugium), que significa «acogida», «amparo». Es decir: se trata de un lugar privilegiado (de refugio) para los perseguidos (o los desechados), un lugar donde son recogidos los necesitados, donde se les dispensa alguna clase de asistencia. En lo que acabo de decir hay dimensiones negativas, que casi nos molestan hoy, pero también positivas: los gestos de amparo, de hospitalidad, de recibimiento, de protección y de cuidado. Yo quisiera ahora subrayar esta dimensión positiva del asilo y no ese gesto que las sociedades, a lo largo de la historia, diseñaron cada vez que quisieron crear espacios otros (lugares heterotópicos) para apartar y segregar lo que recibían como lo anormal, lo que extraño (Wandelfels, 1998).
No llevamos a nuestros hijos e hijas a esos lugares, que son, ciertamente, como asilos, por vergüenza, tampoco porque los queramos esconder, sino porque los queremos preparar para que salgan al mundo —que es lo que significa la palabra «educación», que viene de la palabra latina educere: salir al mundo, salir afuera, exponerse—, y allí, entonces, vivir emancipadamente, dentro de sus propio límites. Lo hacemos porque necesitamos habilitar un lugar suficientemente retirado de la violencia de la sociedad y del mundo para trabajar en paz y esmero junto a ellos, para prepararlos en su entrada en el mundo. Lo hacemos y lo intentamos una y otra vez. Es una tentativa, un ensayo, una ejercitación y un cuidado constantes. Pero hemos de tener presentes algunas cosas.
Voy a decir una de esas cosas, ayudándome, ahora, de un breve fragmento de un poeta francés que a mí me gusta mucho. Se llama René Char, y el fragmento dice así:
Algunos seres no están ni en la sociedad ni en una ensoñación. Pertenecen a un destino aislado, a una esperanza desconocida. Sus actos aparentes se dirían anteriores a la primera inculpación del tiempo y a la despreocupación de los cielos. Nadie se ofrece para pagarles un salario. Ante su mirada se funde el porvenir. Son los más nobles y los más inquietantes (Char, 1989, p. 85).
Ante su mirada se funde el porvenir, dice el poeta. Tremenda expresión: ¿Quién es capaz de sostener en serio esa mirada? Es cierto que la primera evidencia que nos asalta, nada más ver a estos chicos y chicas, es la de su fragilidad, la de su vulnerabilidad. Seres nacidos de un extraño accidente: extraños desde su mismo nacimiento (Malabou, 2000). Seres incompletos que vienen al mundo rotos, y que se completan, y se cosen en él, con la ayuda de muchas manos. Una de las ayudas más importantes es la que nos ofrecéis en los colegios de educación especial, como al que mi propio hijo fue. Y ahí sigue: como en familia. Tener bien presente esa evidencia de su fragilidad es, desde luego, esencial para un trabajo pedagógico con ellos que busque ser satisfactorio.
Esta cuestión de la fragilidad y de la diferencia tiene implicaciones que nos afectan desde el punto de vista ético, político y jurídico. Dichas implicaciones están vinculadas a lo que suele denominarse «respeto a las diferencias» y también con la denominada «lucha contra la exclusión». La filósofa americana Martha Nussbaum sostiene, en uno de sus libros, que «una teoría satisfactoria de la justicia humana debe reconocer la igualdad de los ciudadanos con deficiencias, incluidas las deficiencias mentales, y proveer adecuadamente para su asistencia y educación” (Nussbaum, 2007, p. 110). Al observar en qué medida el caso de las deficiencias mentales constituyen una limitación para el tipo de teorías predominantes de la justicia, Nussbaum insiste en que «el eje práctico de mi argumento será la educación», tanto en lo que se refiere a los niños como a los adultos.
Sin embargo, esta primera mirada hacia ellos, que nos hace constatar su intrínseca vulnerabilidad, puede constituir una trampa, un cierto obstáculo. Pues es muy fácil, a partir de la constatación de su fragilidad, idear formas que, queriendo ayudarles, les encierren todavía más en una especie de círculo de impotencia. Hay que ser conscientes de sus límites (reconocer nuestros límites siempre nos calma), pero hay que evitar dejarlos atrapados en «falsos» límites. Eso nos afecta a todos: a padres, a educadores, a los especialistas en la discapacidad intelectual.
Nos falta, entonces, algo. Nos falta lo que llamaré un como sí, cierta clase de imaginación. Una imaginación que a la vez que nos sostiene, nos compensa (a padres y madres, a educadores y educadoras de estos chicos). Alguien dijo que si no hiciera «como si» tuviera la esperanza de que a cada palabra que dirigía a su hijo, profundamente paralítico cerebral, éste respondería un día, quizá (y este «quizá» es fundamental) con una palabra en vez de con una especie de gruñido, no podría soportarlo. El padre o la madre del chico o la chica autista tiene que hacer lo mismo: hacer como si un día el hijo será capaz de soportar el abrazo que le niega sin poder evitarlo.
Se trata de un mínimo gesto, pero poderoso al mismo tiempo: hacer «como sí». El educador, poeta, y etólogo francés, como le gustaba llamarse, Fernand Deligny (19131996), que trabajó con autistas, cuando estos parecían ya estar desahuciados por la medicina y la psiquiatría de su época, insistía una y otra vez en que el alivio de sus sufrimientos dependía, sobre todo —y eso era toda una exigencia para el educador—, del hecho de que pudieran vivir, no su vida, sino una vida, una forma de vida. Y por eso escribió: «Para nosotros, hacernos cargo de un chaval no es librar de él a la sociedad, borrarlo, suprimirlo, docilizarlo. Es ante todo revelarlo (como se dice en fotografía)» (Deligny, 2009, p. 15).
Deligny se asiló con ellos de otro modo, cuando la sociedad parecía ya incapaz de tenerlos en su seno. Los separó provisionalmente para integrarlos. Deligny usaba una buena metáfora para su trabajo (que llamaba «tentativa»): la metáfora de la balsa:
Una balsa ya sabéis cómo está hecha: hay unos troncos de madera atados entre ellos de tal forma que quedan bastante sueltos, de modo que cuando les caen encima montañas de agua, el agua pasa a través de los troncos separados… Dicho de otro modo. Nosotros no retenemos las preguntas. Nuestra libertad relativa, procede de esta estructura rudimentaria, y yo creo que quienes la concibieron lo hicieron lo mejor que pudieron, cuando de hecho no estaban en condiciones de construir una embarcación. Cuando llueven los interrogantes, nosotros no cerramos filas —no juntamos los troncos — para construir una plataforma bien concertada. Muy al contrario. Del proyecto tan solo retenemos lo que nos vincula a él. Podéis ver así la importancia primordial de los vínculos y del modo de atadura, y de la distancia que los troncos pueden tener entre sí.
El vínculo tiene que ser lo bastante suelto y que no se suelte (Deligny, 2009, p. 43).
Tal vez todo consista en aprender a ser débiles juntos, y en ese aprendizaje compartido, encontrar alguna clase de fortaleza que nos arranca de nuestro círculo de impotencia. Se trata de hundirnos los unos en los otros en modos de vida a nuestra conveniencia, sosteniéndonos en pequeños gestos que, sin embargo, nos abren mundos. Y seguir y seguir en esa tentativa. La mejor clase de amor hacia ellos es el que nos lleva a seguir trabajando junto a ellos.
Más allá de lo que percibimos como normalización, más allá de la razón jurídica o de las estadísticas —estadísticamente todo se explica, personalmente todo se complica—y más allá de nuestras posiciones ideológicas y de una especie de síndrome de blanda y superflua «conciencia democrática», que busca tranquilizar nuestra impotencia, yo creo en estas palabras de mi amigo Carlos Skliar:
Aun así, en medio de la batalla por la sobrevivencia, en medio de los perversos conteos de muertes, secuestros e indolencias, en medio de los apelativos (falsos o ficcionales) sobre la necesidad de diálogo y consenso, en medio de la desolación planificada en secuencias de imágenes sobreactuadas, es posible pensar todavía en la transparencia del gesto educativo. Un gesto que no es heroico, que no debe ser demasiado enfático, que no puede ser apenas un modo indirecto para definir nuestras virtudes, sino un gesto diario, mínimo, que se relaciona con una responsabilidad única: la responsabilidad por la vida de cualquier otro. Con firmeza, pero no con rudeza, hoy la educación debe plantearse —como de hecho ya se lo plantea— la necesaria inauguración de otro tiempo y de otro espacio con respecto al mundo mediático e híper tecnológico que la rodea (Skliar, 2011, p.118.
Voy a terminar. En el año 1999, el filósofo Alasdair MacIntyre publicó un libro titulado
Dependent Rational Animals («Animales racionales y dependientes»). En esta obra, MacIntyre reconoce algunos errores de sus anteriores obras: por ejemplo, haber considerado que era posible una ética independiente de la biología, es decir, del hecho de que la identidad del yo es corporal. Y por eso se preguntaba en esta otra obra por el tipo de consecuencias que tendría para la filosofía moral considerar la corporalidad, la vulnerabilidad, la aflicción y la dependencia como rasgos fundamentales de la condición humana. MacIntyre dice:
Las discapacidades física y mental son aflicciones de cuerpo; por lo tanto, los hábitos de pensamiento que expresan una actitud de negación de la discapacidad y la dependencia implican una incapacidad para reconocer la importancia de la dimensión corporal de la existencia, o incluso el rechazo de dicha dimensión (MacIntyre, 2001, 1819).
Seguramente, estas actitudes están profundamente arraigadas en nuestra conciencia, y están reforzadas por el hecho de imaginarnos a nosotros mismos como diferentes del animal, y debido a la fe que hemos concedido a una razón separada de dicha dimensión, donde la aflicción y la enfermedad nos vuelven dependientes y vulnerables. Pero esas actitudes, en realidad, componen un cuadro muy defectuoso de ser humano.
En un escrito del año 1945 —«Semilla de crápula»— Deligny escribió: «No se trata de que adquieran las costumbres de un adulto, tú, sino de que se acostumbren a vivir como todo el mundo […] Érase un educador que los amaba mucho, mucho, tanto, que hicieron de él un gran pañuelo […] Hazlos cantar, reír y bailar; hazlos correr, sudar, saltar. Lo demás es cuestión de prudencia y organización» (Deligny, 2009, p. 22). Se trata de ayudarles a vivir como todo el mundo; ser uno más entre otros, como cualquiera. Un día, un niño con una discapacidad intelectual que no tenía casi nombre ni diagnóstico preciso, le dijo a su padre: «Papá, me gustaría haber nacido sin discapacidad». El padre no supo qué decir, pero finalmente pronunció estas palabras: «Y a mí, hijo, y a mí». Y anotaron en una cuartilla lo que sabían y no sabían hacer cada uno. Al final, el hijo le dijo a su padre: «Es quiero ser como cualquiera». Creo que poco se puede añadir a ese fragmento de sabiduría. Es hora de callar.